La pasión que hace que un sentimiento tome forma.

Inspiración e improvisación en el flamenco. Técnica y fluidez en la danza clásica. Estamos ante dos disciplinas capaces de llevar el arte a sus extremos y la expresividad a sus máximas consecuencias. Dos artes que, siendo tan diferentes, emocionan de igual manera al público.

Unos lo llaman ‘duende’ y otros ‘virtuosismo’, pero en el fondo tienen es la misma esencia. Un pellizco de sensibilidad cuando ves al bailarín y al bailaor dejarse el alma sobre el escenario. Más allá de la ejecución del artista, el flamenco y la danza clásica son una especie de energía capaz de romper el ritmo de la respiración de los espectadores. La extraña y exclusiva habilidad de mover de forma correcta cada parte del cuerpo para crear estados de ánimos muy concretos.

En ambos casos, detrás de cada baile hay centenares de horas de entrenamiento, sudor y trabajo para lograr la técnica más depurada. Constancia y esfuerzo, y una cierta tendencia al sacrificio entendido como sacro o sagrado. Renuncias que hacen que la vida del ser humano tenga un valor incalculable.

Del caos a la armonía

Hablar de flamenco es hablar de pasión en un trasfondo histórico que se remonta a la influencia de griegos y romanos en un primer momento, y después de las culturas árabe, judía e hindú. Lo que en su día nació en Andalucía de la mano del colectivo gitano y hoy llegado a nuestros escenarios es el resultado de siglos de mezcolanza y fusión cultural.

El flamenco se divide en un sinfín de palos y no todos se pueden bailar. Sin embargo, el bailarín debe conocer a la perfección cada palo para poder imprimir su carácter sobre el escenario. Una de las características que hacen grande el flamenco es el alto grado de improvisación del bailaor, que quedará inmóvil en el escenario escuchando el rasgueo de la guitarra, las palmas y el cante, hasta que un golpe de inspiración le permita arrancarse a bailar.

El baile, siempre apasionado, se refleja en la cara del bailaor, cuyo movimiento de brazos, habitualmente suave y elegante, contrasta con los golpes reverberantes de los pies chocando salvajemente contra el suelo. Una mirada desafiante y pasional fija los bailes y emociona al público.

El bailaor flamenco improvisa, pero para poder hacerlo necesita muchos años de ensayos. Al igual que el bailarín de danza clásica, es necesario que conozca a la perfección el código y el lenguaje de la danza como imprescindible punto de partida para gritar al mundo su esencia.

En cambio, cuando un bailarín de ballet clásico pisa el escenario lleva consigo la fuerza de una danza que nació en el renacimiento italiano, cuando la corte de Luis XIV la convirtió en una disciplina formal. El bailarín, al contrario de lo que ocurre en el flamenco, tiene muy marcado su comienzo, pero en cuanto suena la música se deja llevar, convirtiendo su cuerpo en la mejor herramienta de expresión de la música que está sonando.

Con un rostro muchas veces hierático, nada deja intuir que detrás de cada paso hay un esfuerzo contenido. El dramatismo, como ocurre en el flamenco, se siente a flor de piel. Son dos manifestaciones artísticas universales que han ido tomando forma hasta convertirse en lo que hoy conocemos. Expresiones en estado puro que tienen alma y técnica, y en común la capacidad de conmover al espectador.

Baile y ciencia

El componente pasional de la danza clásica y el flamenco han despertado la curiosidad de los científicos. Investigadores de la Universidad de Granada, con Elvira Salazar a la cabeza, trataron de medir cuantitativamente el duende en 2012.

Para ello se estudió la temperatura corporal de una decena de bailaoras y se demostró que la huella térmica del flamenco, relacionada con la actividad de diferentes áreas cerebrales, coincidía con los momentos en que los que se establecía un canal de comunicación directo con el público en su máxima conexión.

Por su parte, Alfonso Vargas, de la Universidad de Cádiz, seis años antes hizo un estudio descriptivo, biomecánico y de condición física de los bailarines de flamenco, llegando a la conclusión de que estar en buena forma física no era suficientemente para la exigencia demandada por el baile. Inició entonces un campo de investigación que vino a demostrar que las exigencias físicas de un bailaor son similares a las de un atleta de élite.

Por su parte, los científicos también han podido comprobar que las matemáticas y el ballet clásico son dos disciplinas que tienen en común su autoexigencia y complicación. Para entender un razonamiento matemático, el cerebro necesita una mayor activación y eso requiere de mucha energía mental. En el ballet, el consumo de energía, además de ser física, viene enfocado hacia la gran capacidad de memorización y concentración como si el bailarín estuviera realizando constantes ejercicios de aritmética, lo que nos permite hacer una lectura matemática del baile.

En el ballet clásico, la perspectiva es fundamental y por ello la geometría ofrece un camino a la perfección en las proporciones y formas que se dan sobre el escenario. Algunas figuras del ballet son excelentes a la hora de inscribir sus movimientos en polígonos. El movimiento se ejecuta siguiendo unas relaciones de simetría casi perfectas, capaces de generar la armonía de la danza.

Mientras que el ballet clásico es, probablemente, la más internacional de todas las danzas, el flamenco es la más universal de todas las danzas españolas, lo que le ha llevado a convertirse en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en 2010. Dos formas de entender el arte con identidad propia que despiertan interés en todo el mundo.

Público y artistas que se retroalimentan en cada espectáculo, en comunión con la música. Cuando alguien se deja llevar por la pasión, los aplausos finales no logran transmitir el agradecimiento de haber sido testigos de un momento mágico.

Olga Marcioni, «La China»: una vida entre el ballet y el flamenco

Olga Marcioni, más conocida como “La China”, fundó a partir de los años 50 y junto a otros artistas, escuelas formales de flamenco en España, Argentina, Japón y Venezuela, entre otros países, pero mucho antes tuvo que decidir entre dos pasiones: el flamenco o la danza.

La China se inició en la danza casi al mismo tiempo que aprendía a hablar. Tras una intensa formación en ballet clásico, ballet clásico español y bailes regionales, al tiempo que estudiaba solfeo y vocalización, consiguió un título en el conservatorio a la edad de doce años, lo que le abría las puertas para ejercer como profesora de clásico español. Durante diez años había vivido con las zapatillas de ballet en una mano y un par de zapatos de flamenco en la otra. Pero a los trece años se vio obligada a elegir. Colgó las zapatillas de ballet y comenzó a enseñar flamenco. Hoy su legado lo disfrutan cuatro generaciones.

Cuenta La China que la esencia de una buena técnica, tanto en el ballet clásico como en el flamenco, está en la repetición de los pasos aprendidos. En ambos casos, la vista se dirige, inevitablemente a los pies. En el caso del bailarín de danza clásica, las zapatillas de ballet le permiten hacer movimientos para los que no está diseñado el ser humano. Por su parte, el bailaor flamenco puede generar un ritmo que nace desde la planta de su pie.

Algo que tienen en común bailarines y bailaores es, según La China, “la capacidad de saber mover bien cada parte de su cuerpo, de los pies a la cabeza”. La otra característica que comparten es el amor por lo que hacen. “Requiere de un compromiso serio y supone horas de esfuerzo, de trabajo y sudor. Hay quienes, aun destacándose como grandes figuras, nunca dejan de aprender. El arte deja de crecer como arte si uno ya cree que lo sabe todo”.